lunes, 29 de marzo de 2010

El patio

La Virgen presidía nuestros juegos desde una urna rodeada de flores y una verja de hierro forjado donde iban a morir las pelotas en el centro del patio. Esto último no es lenguaje figurativo, sino descripción real. Las puntas de hierro en que terminaba la verja parecían atraer las pelotas y ahí quedaban agujereadas y desinfladas.

La verdad es que la simbología de la Virgen como guardiana de nuestros momentos de ocio es impactante. ¿Quién mejor para cuidarnos en las carreras desenfrenadas, en alguna caída sobre el pavimento de adoquín, en las conversaciones privadas y en los secretos compartidos de adolescentes? La vida comenzó a ponerse seria cuando abandonamos los "marros" y comenzamos a caminar en grupos alrededor del patio por considerarnos demasiado crecidas para juegos de niñas. La competencia de velocidad y agilidad cedió a la competencia real o imaginada por la atención masculina.

Años después fuí con mi marido y mi hija muy pequeña a visitar el colegio. El patio todavía existía y un escalofrío de emoción me recorrió al cruzarlo y verla corretear por los andenes. Tengo aún un breve film que muestra este escenario de una parte quizá la más feliz de mi vida por ser la más sencilla. Los problemas eran limitados, las responsabilidades en proporción, y las soluciones aún estaban en manos de mis padres. Claro que ese momento parecían irremediables, pero en el enorme horizonte de la vida entera no eran sino una manchita, un instante prófugo o una nube ligera en la amplitud del cielo. ¡Si lo hubiera sabido!

También jugábamos al básquetbol, vólibol, las carreras, y un juego que ni siquiera Google reconoce: las "aparadas" (!?) en que dos equipos se enfrentan y hay que parar la pelota tirada con la mayor fuerza posible por el equipo opositor. Si la pelota te toca y no la paras, sales del juego y vas al otro lado de la cancha. Lo jugábamos las internas y semi-internas interminablemente después del almuerzo mientras los buses traían al resto de las estudiantes. Uno u otro juego se ponía de moda por temporadas, y parecía que el interés se esfumaba justo cuando yo (que nunca he sido muy atlética) había medio mejorado mis habilidades.

El patio era enorme (¿o solo me parecía así?), rodeado de pilares gruesos de roble o nogal y con amplios corredores cubiertos. Las puertas y ventanas de las clases de la primaria y los primeros cursos de secundaria se abrían hacia ese espacio abierto. El comedor también estaba localizado a un lado. Y ese patio se llenaba con las voces y gritos alegres de las niñas y jóvenes que aprovechaban unos minutos de recreo bajo el sol del trópico moderado por la altura de los Andes. A veces esperaba constantemente esos momentos de descanso, y otras prefería la calma y silencio de la clase para pensar y leer, e imaginar. ..

El patio era donde nos organizaban y nos ponían en orden. Me acuerdo las filas en orden de tamaños para caminar a clase. Y las filas para ir al bus. Y las filas para entrar en la capilla. Y las filas para las procesiones de mayo. Parece que pasé muchas horas en fila con uno u otro propósito. Y el silencio de las filas, sin un susurro, peor una conversación. Tal vez por eso siempre me han molestado los montones de gente y prefiero el orden de las filas, pues mi psique se organizó de un cierto modo y no acepta fácilmente el caos, pero reclama orden. Hasta hoy las muchedumbres desorganizadas me amedrentan.

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