lunes, 29 de marzo de 2010

La piscina

El colegio tenía una piscina que posiblemente significó una inversión grande, aún con los bajos costos de ese entonces. Lo interesante es que la famosa piscina, síntoma de progreso para una institución educativa, con vestidores y todo, nunca en realidad se usó, o mi memoria me falla completamente. No recuerdo haberla visto nunca llena de agua, y menos aún con alguien nadando. Tengo una foto de un premio en que las chicas están paradas al borde, en una esquina. Eso fue todo. La dificultad para usarla residía en que para nadar había necesidad de ropa apropiada, y el hecho de que los tiempos en que las mujeres iban a la playa cubiertas del cuello a los pies habían ya pasado (¡era la segunda mitad del siglo XX!). Para nuestras buenas maestras monjas esto constituía un dilema serio: ¿cómo permitir que sus alumnas aparecieran con tan poca ropa, aun cuando solo estuvieran presentes otras chicas? La piscina y el concepto de modestia estaban en polos opuestos.

Para mí y considerando el frío de Cuenca no sé si la piscina era tan buena idea, con o sin el pequeño detalle de los trajes de baño. Una con aguas térmicas, naturales o artificiales, hubiera sido otra cosa....

La biblioteca

La pequeña biblioteca administrada por la Madre Emiliana constituía para mi un verdadero tesoro. No se imaginan cuantas veces en mi larga vida profesional me ha cruzado por la mente el cuartito angosto con anaqueles a ambos lados que era nuestra biblioteca. Habían los libros clásicos de la literatura universal y española, y libros de ficción para lectura recreativa. El que el colegio tuviera una biblioteca, a pesar de las limitaciones de tamaño y acceso, era por si una verdadera novedad en ese entonces. También nos ensenaba a respetar y casi venerar los libros: debíamos mantenerlos y devolverlos en perfectas condiciones, usarlos con manos limpias, nada de notas en los márgenes o esquinas de páginas dobladas. Yo creo que llegué a leer casi todo el contenido de ese pequeño cuarto y obtuve horas maravillosas de entretenimiento, disfrutando las fantasías y contemplando ideas y teorías de antaño y las promesas del futuro.

Yo no sospechaba entonces que las bibliotecas se convertirían en mi segundo hogar y en una manera gratísima de tener un salario decente y contribuir al sostenimiento de mi familia. Esa pequeña colección de libros me convirtió en usuaria de bibliotecas y promotora de esos servicios para el resto de mis días, y esas experiencias tuvieron mucho que ver con mi decisión de asistir a la universidad de Cuenca y años más tarde obtener un diploma en Bibliotecología y convertirme en bibliotecaria profesional.  Desde ahí las bibliotecas han sido una parte integrante de mi existencia, un estímulo intelectual diario, y una misión.

Las compañías que publican libros celebran cada año "ferias" para promocionar sus productos a nivel internacional, en distintas ciudades. En una que atendí en Buenos Aires tuve la enorme sorpresa de encontrar una mesa entera con ediciones nuevas de las novelas de Rafael Pérez y Pérez que se contaban entre los libros de nuestra biblioteca colegial. Fue como volver a otra realidad, o verificar un recuerdo remoto y sutil de hace medio siglo.

Tengo en mi llavero una tarjeta de metal que dice: "I have always imagined that Paradise will be a kind of library." Jorge Luis Borges. O, en español: "Siempre he imaginado que el paraíso será un tipo de biblioteca." Empecé a creer lo mismo en ese pequeño espacio con anaqueles con puertas de vidrio que fue nuestra biblioteca colegial.

La Madre Emiliana

Posiblemente la maestra que más influyó en mi vida fue la Madre Emiliana Hinostroza. Era nuestra maestra de Castellano y Literatura. Es admirable cuánto empeño puso en que aprendiéramos a escribir bien y cómo sembró y cultivó en nosotras el gusto por la lectura. Ambas actividades fueron no solamente de gran utilidad, sino indispensables en cualquier circunstancia y un inmenso beneficio para nuestro futuro, cualquiera que haya sido el camino que elegimos. Nuestra ortografía era de primera calidad porque no se nos perdonaban las faltas. Todos los acentos, los puntos, las comas y más detalles del uso correcto del lenguaje eran sagrados, sin discusión. Un mínimo error y el Sobresaliente desaparecía y al trabajo le caía un Muy Buena o peor.

Tengo los cuadernos con escritos sobre distintos tópicos, y las poesías (o lo que pasaba por tal). Y las notas escritas por mi maestra, a veces alguna crítica y a veces reprimida alabanza, y siempre la impresión de que ella había tomado el tiempo para leer y evaluar mi tarea, y de que lo había hecho porque de verdad yo tenía un valor como estudiante y como ser humano. Fuimos de verdad muy afortunadas al contar con una mujer y una religiosa de la categoría intelectual y cristiana de la Madre Emiliana.

Pocas personas han dejado en mi vida una huella como la de esta maestra inolvidable y tan querida.

Sexto Curso

Aquí reproduzco el orden de nuestros pupitres:

Ventanas                                                                           Armario

Rocío                 Rosarito           Azucena                Zaida

María Rosa      Gladys              Rosa Amalia         Maria Eugenia

Lourdes            Marilú               Enma                      Ana Lucía

Lastenia           Anita

Victoria            Clara                                                  Puerta

La clase estaba en el sector que tradicionalmente era de la comunidad religiosa. Solo se nos permitía subir las gradas (anchas y de tablones gruesos) y caminar derecho a nuestra clase. El resto de ese sector del edificio era un misterio. Las paredes eran gruesísimas, alrededor de 70-75 centímetros, suficiente para empotrar un closet enorme en el cual podíamos escondernos todas las 8 alumnas de "bachillerato" (humanidades) y, naturalmente, alguna vez lo hicimos. Las dos más pequeñas cabían bien en los anaqueles horizontales y el resto de pie, detrás de la puerta. En la mentada ocasión casi le causamos un ataque a la monjita que enseñaba matemáticas al desaparecer y luego volver a aparecer todas angelicales, con caras serias y de niñas buenas, como si nada, mientras ella se desesperaba sin saber que nos había sucedido. Ella había ido a buscar ayuda de otras monjas, pasmada por la extraña desaparición de todo el grupo que había vuelto a la normalidad cuando ella regresó con refuerzos. De seguro que la creyeron un poco confundida y peor al ir con una historia de desaparición semejante.

Me acuerdo unas tardes lluviosas, oscuras, y heladas, con esa lluvia triste y fría como solo he experimentado en Cuenca por su altura. Todas nos sentábamos muy juntitas dentro del espacio de una ventana a contar y escuchar cuentos "de miedos." El contenido de las historias es borroso, pero tendré que obtenerlas de alguna que si se acuerde. Existía una sensación de hermandad, de protección mutua y de saber con seguridad que esos momentos serian únicos, porque nuestra permanencia en el colegio estaba ya próxima a terminar.

Vino y otras bebidas

Estábamos en Quinto Curso y nuestra clase era en el tercer piso, encima del proscenio del salón de actos, en un cuarto angosto casi sobre la puerta de entrada y la portería (y la Madre ………, una monja muy bajita cuyo nombre se me escapa). Un jardín lleno de árboles estaba debajo de las ventanas y a veces llegaba el perfume de los jazmines desde el otro lado del sendero que conducía de la calle a la portería. Este es un perfume que me ha quedado en el fondo del alma y que me conmueve a través de medio siglo, no importa dónde esté.

Habían dos hileras de pupitres, uno a cada lado del cuarto y al fondo (o al frente, depende del punto de vista) estaban el pizarrón, y el escritorio para el maestro o maestra. Desde las ventanas (a las que teníamos prohibición de aproximarnos) se miraba el sendero de entrada con su caminito de adoquines y la hierba a los lados, todo encerrado entre altos muros. Atrás o junto a la puerta había un armario con dos puertas donde poníamos algunos materiales de la clase, y donde en aquella memorable ocasión también se conservaban los trabajos de fermentación en que algunas estaban poniendo en práctica las lecciones.

El programa de estudios incluía química y esa fue nuestra oportunidad de aprender los principios de la fermentación y la destilación del agua y otros líquidos. Cuando convenía hasta las menos estudiosas aprendían algo –y esto debe ser tenido en mente para saber despertar el interés académico entre los jóvenes.

Al cabo de unos días la fermentación había llegado a su punto, y lo que originalmente eran jugos de frutas se había convertido en alcohol de bajo grado, pero alcohol al fin. Ahí es cuando las cosas se pusieron interesantes por decir lo menos. Las visitas al armario por parte de algunas chicas eran repetidas y, poco a poco, algún efecto les habrá hecho, hasta que entre los sospechosos paseos al armario, con o sin pretexto, y el olor mismo del "experimento" lo delataron ante las monjas y tuvo un final sin gloria.

Años más tarde descubrí que en este país (USA) habían rígidas leyes contra el consumo de cualquiera forma de alcohol por menores de edad, lo que en algunos estados significaba los 21 años. La sola posesión de una bebida alcohólica podía traer consigo la expulsión automática de la universidad. ¡Sabe Dios lo que les hubiera ocurrido a las fabricantes de contrabando en una clase del colegio!

Yo me acordaba de esta aventura cuando mi suegro italiano tenía licencia del Estado de Illinois para hacer anualmente hasta 200 galones de vino para consumo familiar y el olor de la barrica en el sótano llegaba al piso principal de la casa.

El patio

La Virgen presidía nuestros juegos desde una urna rodeada de flores y una verja de hierro forjado donde iban a morir las pelotas en el centro del patio. Esto último no es lenguaje figurativo, sino descripción real. Las puntas de hierro en que terminaba la verja parecían atraer las pelotas y ahí quedaban agujereadas y desinfladas.

La verdad es que la simbología de la Virgen como guardiana de nuestros momentos de ocio es impactante. ¿Quién mejor para cuidarnos en las carreras desenfrenadas, en alguna caída sobre el pavimento de adoquín, en las conversaciones privadas y en los secretos compartidos de adolescentes? La vida comenzó a ponerse seria cuando abandonamos los "marros" y comenzamos a caminar en grupos alrededor del patio por considerarnos demasiado crecidas para juegos de niñas. La competencia de velocidad y agilidad cedió a la competencia real o imaginada por la atención masculina.

Años después fuí con mi marido y mi hija muy pequeña a visitar el colegio. El patio todavía existía y un escalofrío de emoción me recorrió al cruzarlo y verla corretear por los andenes. Tengo aún un breve film que muestra este escenario de una parte quizá la más feliz de mi vida por ser la más sencilla. Los problemas eran limitados, las responsabilidades en proporción, y las soluciones aún estaban en manos de mis padres. Claro que ese momento parecían irremediables, pero en el enorme horizonte de la vida entera no eran sino una manchita, un instante prófugo o una nube ligera en la amplitud del cielo. ¡Si lo hubiera sabido!

También jugábamos al básquetbol, vólibol, las carreras, y un juego que ni siquiera Google reconoce: las "aparadas" (!?) en que dos equipos se enfrentan y hay que parar la pelota tirada con la mayor fuerza posible por el equipo opositor. Si la pelota te toca y no la paras, sales del juego y vas al otro lado de la cancha. Lo jugábamos las internas y semi-internas interminablemente después del almuerzo mientras los buses traían al resto de las estudiantes. Uno u otro juego se ponía de moda por temporadas, y parecía que el interés se esfumaba justo cuando yo (que nunca he sido muy atlética) había medio mejorado mis habilidades.

El patio era enorme (¿o solo me parecía así?), rodeado de pilares gruesos de roble o nogal y con amplios corredores cubiertos. Las puertas y ventanas de las clases de la primaria y los primeros cursos de secundaria se abrían hacia ese espacio abierto. El comedor también estaba localizado a un lado. Y ese patio se llenaba con las voces y gritos alegres de las niñas y jóvenes que aprovechaban unos minutos de recreo bajo el sol del trópico moderado por la altura de los Andes. A veces esperaba constantemente esos momentos de descanso, y otras prefería la calma y silencio de la clase para pensar y leer, e imaginar. ..

El patio era donde nos organizaban y nos ponían en orden. Me acuerdo las filas en orden de tamaños para caminar a clase. Y las filas para ir al bus. Y las filas para entrar en la capilla. Y las filas para las procesiones de mayo. Parece que pasé muchas horas en fila con uno u otro propósito. Y el silencio de las filas, sin un susurro, peor una conversación. Tal vez por eso siempre me han molestado los montones de gente y prefiero el orden de las filas, pues mi psique se organizó de un cierto modo y no acepta fácilmente el caos, pero reclama orden. Hasta hoy las muchedumbres desorganizadas me amedrentan.

Mayo

Mayo era el mes de María, las flores, la poesía, y las competencias que culminaban en la coronación de la virgen el último sábado del mes. Era un tiempo hermoso, las vacaciones se acercaban aunque con ellas los exámenes finales, pero habían muchas festividades que traían un ambiente festivo a nuestro quehacer cuotidiano. Los universitarios y los colegiales elegían sus reinas, habían fiestas, bailes, misas (desde la Virgen de la Sabiduría en la universidad, hasta la del Anfiteatro en la Escuela de Medicina), etc.

En el colegio se celebraba el Mes de María en grande. No sé si para mantenernos ocupadas o para promover realmente la devoción a María las monjas se inventaron una competencia con contenido religioso. Cada sábado se contaban las jaculatorias, los sacrificios, los rosarios, las misas, y las comuniones que las alumnas de cada curso habían rezado u ofrecido durante la semana. El curso con el mayor puntaje ganaba.

La competencia era muy reñida y para ganar había que hacer hasta lo imposible y los esfuerzos no tenían límite. Cada minuto disponible estaba lleno de jaculatorias, mientras más cortas mejor para acumular más, pero eso no era suficiente, pues al mismo tiempo se podían hacer "sacrificios" con una piedra en el zapato y creo que contando cada paso. Cuando caminábamos hacia casa al mediodía mientras más lejos debíamos ir, mejor, porque se "hacían" más sacrificios. Este es uno de los detalles más cómicos que siempre me hace reír y creo que hasta Dios debe haber sonreído sobre nuestra creatividad para dedicarle oraciones.

De todos modos, mayo era esperado como algo especial. El mes de las flores (yo he visto en Cuenca flores todo el año…) era la antesala de junio con los exámenes trimestrales y luego julio con los finales.

Las "horas sociales"

¿Alguien recuerda las llamadas "comedias."? Me parece o casi siempre estábamos ensayando para una de estas presentaciones, y naturalmente era un honor participar en ellas.

Los dramas era la pieza central de estos eventos. Uno tenía lugar en Normandía. Otro se refería al descubrimiento de la chinchona o quinina, con el Virrey del Perú y la Condesa de Chinchón. Otro tenía lugar en Granada (Mi única línea era: "¡Es la Giralda!").

Fueron tantas "horas sociales" que mis recuerdos son un tanto borrosos, pero haré una lista de los números que resaltan porque se repetían:
  • Las piezas al piano a dos, cuatro y hasta seis manos (las hermanas Anita, Fina y Susana)
  • Los grupos de acordeones
  • Los cuadros alegóricos, con recitadoras al frente (Rocío era preferida)
  • Unos cuadros con las olas que se movían. Otros con alguien en el papel de la Virgen Dolorosa.
  • Las recitaciones de lo propio y ajeno (con movimientos de manos y todo ¡qué horror!)
  • Los bailes en trajes de españolas
Ahí es cuando cantábamos el Himno Nacional del Ecuador y el de Francia hasta que nos tocó una superiora española y entonces tuvimos que aprender el de España y fuimos de "Allons enfants…"  a "¡Viva España….."

¡Qué lástima que no hubiera cámaras de video en ese entonces! ¡Lo mucho que nos podríamos reir ahora! Ni siquiera fotos se tomaban de estas cosas.

 

sábado, 20 de marzo de 2010

¡Terremoto!!!

Cuando estábamos en un aula del tercer piso, cualquier temblor, por mínimo que fuera se sentía en grande. El edificio entero parecía bambolearse, y posiblemente lo hacía dada su estructura hecha a base de pilares de madera. Lo sorprendente es que a nadie se le ocurrió aconsejarnos que lo más peligroso en un caso así eran las gradas también de madera y que podrían desencajarse y caer con un movimiento brusco o un temblor prolongado (en términos de segundos). Tampoco a nadie se le ocurrió que un edificio de esa naturaleza podía ser una verdadera trampa en caso de un incendio, que por fortuna nunca se dio (excepto una vez en que por breves segundos un alambre eléctrico que iba hacia en encendedor de la luz se comenzó a incendiar y alguien lo apagó de inmediato). No quiero ni siquiera imaginarme las consecuencias de un pánico y la dificultad de escapar sin haber tenido nunca ningún entrenamiento ni rutas definidas (como los hacen las escuelas en los Estados Unidos).

Había especialmente una compañera que en cuanto se sentía un temblor llagaba al patio en cuestión de segundos. Cuando las demás finalmente llegábamos ella estaba ya apaciblemente esperándonos. La mayor parte se aterrorizaban. Por razones que ignoro a mí los temblores no me provocaban mayor impresión y mantenía la calma. Era un hecho natural sobe el cual no teníamos control y por tanto nada se podía hacer sino esperar a que terminara y afrontar las consecuencias.

Un buen día yo caminaba por el centro de la clase (angosta, y con ventanas hacia el camino de entrada) y súbitamente tuve la tentación de asustar a mis compañeras. Era una broma más o menos inocente, mínima, pero yo no contaba con que coincidiera con un hecho de verdad. Estiré la mano, toqué el foco para hacerlo moverse, y grité: “¡temblor!” Instantáneamente todo empezó a moverse con un verdadero temblor que yo sin quererlo casi había provocado. Me sentí un poco culpable, y el leve temor a las consecuencias disciplinarias por un chiste se convirtió en verdadero temor a la casualidad que me había hecho una mala jugada.

Ese fue el día en que yo causé un temblor.

Familias y cumpleaños

Nuestros padres nos trataban a todas las amigas de sus hijas con cortesía y tolerancia. Desde luego que nuestro comportamiento era también extremadamente respetuoso, y algo temeroso. La fuerza de la tradición del patriarcado se reflejaba en estas familias “chapadas a la antigua.” Los padres eran en cierto modo invisibles. De algunos ni siquiera me acuerdo, y no creo que llegué a conocerlos sino solo saludarlos en un pequeño número de ocasiones: grados y bodas. La mayoría no asistían a las funciones escolares. El Comité de Padres de Familia de algún modo se ingeniaba a incorporar un par de señores en su directorio y no sé cómo lo conseguían. Quizá eran los únicos que habían atendido la convocatoria a reunión y por eso terminaban hechos cargo de la organización.

Eran las mamás las que estaban siempre presentes, eran amables, y afectuosas, y me hacían sentir bienvenida en sus hogares, y como parte de la vida de sus hijas. Las funciones u “horas sociales” del colegio estaban siempre atendidas por madres y tías. Me parece como si todas tenían una colección de tías, muchas de ellas ex-alumnas del colegio. Rocío y Marilú las tenían en buen número, y a veces también Victoria.

Por la vecindad al colegio, la casa de Clarita era una parada frecuente. Siempre recuerdo la cordialidad y bondad genuina de sus padres que desbordaban amabilidad, calma y dignidad. Era una casa antigua, de una sola planta y con un jardín enorme y precioso. Y Clarita tenía la suerte de tener lo que siempre quise, y nunca tuve: un hermano mayor, con sus amigos, y abundancia de compañía joven.

Y entonces llegaban los cumpleaños…. Es muy apropiado que me acuerde de esas ocasiones cuando el mío se acerca. Habían (y hay) dos grupos de cumpleaños: en agosto-septiembre y en marzo-abril. Los demás estaban desparramados a través del año. Algunas los celebraban invitando a las amigas, sin faltar, de año en año. Otras no lo hacían con tanta regularidad. Siempre fueron gratas oportunidades para compartir unas horas fuera de los muros del colegio, con galletitas, te, y unas cuantas otras golosinas. En general nuestras celebraciones (tal como nuestras vidas) eran poco complicadas, con el énfasis en estar juntas por unas horas más que en el despliegue de detalles superfluos.

Compañeras en 2007

La escuela gratuita

Al otro extremo de la cancha de básquet y cerca del muro y de la calle estaba el edificio de la escuela gratuita. Representaba el esfuerzo de las monjas de proveer educación a las niñas que no podían pagar una pensión mensual. No olvidemos, que mientras nosotras atendíamos un colegio con la implicación de una educación secundaria en el plan de vida, las otras solo iban a una “escuela” elemental. No más educación para ellas, y al final quizá el empleo en una casa de la ciudad como empleadas domésticas. La idea, en esos tiempos, parecía generosa, humana, de cumplimiento de los deberes sociales y de caridad. Y no era una cuestión solamente de dinero. Lo curioso es que muchas chicas que atendían el colegio, lo hacían a base de una pensión reducida o hasta perdonada, para ayudar a las familias “venidas a menos” pero que por herencia o tradición (o apellido) pertenecían a otro estrato social y no podían mezclarse con las “gratuitas.” (¡Y quién dijo que todos habíamos sido creados iguales….!)

Para desarrollar esos mismos sentimientos de conciencia y responsabilidad social en las alumnas de las familias más favorecidas por la fortuna, las monjas nos pedían cada Navidad la donación de un vestido para una niña pobre. Nos entregaban las medidas de una chiquilla y nuestras madres se preocupaban de hacer o mandar a hacer un vestido de acuerdo a ellas. Desde luego que el estilo y material del traje en cuestión no tendría mucho en común con los que nosotras nos poníamos. Casi siempre las monjas recibían los vestidos y luego los entregaban a las muchachitas de la escuela. Pero tengo una vaga memoria de la ocasión cuando las monjas nos pusieron en dos filas: en la una las niñas del colegio, y en la otra las niñas de la escuela y cada una le entregamos a la otra su regalo y aceptamos su agradecimiento.

Hoy, en un mundo más humano y realista, el recuerdo de esta noción de desigualdad de oportunidades y de segregación de hecho, me hace sentir más que un poco incómoda. El principio mismo de esa separación que desde luego reflejaba los valores de una sociedad entera en esos tiempos, pero que era institucionalizada por una organización católica, me parece extraña. Pero en la mente de los adultos cumplía un fin: enseñarnos lo básico de la caridad, a compartir, a ser conscientes de las necesidades ajenas, y a ser agradecidas por lo que nosotras teníamos. Y la escuela gratuita, en un momento en que la educación no era una oportunidad para todos los habitantes de nuestro país, aunque la ley dijera otra cosa, posiblemente cumplió su misión y educó aunque mínimamente a un grupo de mujeres que de otro modo ni siquiera eso hubieran tenido.

Los retiros espirituales

Cada año por la época de la Cuaresma teníamos tres días de ejercicios espirituales, con prédicas del capellán del colegio o algún otro sacerdote. Eran días de silencio, oración, introspección. Cada una debía traer un libro sobre la vida de algún santo o algún tópico religioso para leer en los momentos libres (yo leí sobre Santa Teresita del Niño Jesús y María Goretti). Pero la mayor parte la pasábamos en la capilla (y no me refiero en la misa y el rosario, porque esas eran actividades normales diarias) sino escuchando las prédicas y orando. Las alumnas de los cursos superiores se turnaban para participar en la “adoración perpetua” que como parte de sus reglas mantenían las religiosas de los Sagrados Corazones.

Una vez, el último año, el retiro incluyó permanecer en el colegio las noches, y dormir en el dormitorio de las internas. Fue una aventura increíble, que me hizo sentir tan importante. Yo nunca había dormido en el colegio. M. y yo nos apuntamos de voluntarias para ir a hacer la adoración del Santísimo entre la 1 y las 2 de la madrugada (¡queríamos ser tan sacrificadas!). De algún modo nos despertamos y vestimos a oscuras. Era una noche helada como casi todas las de Cuenca. El dormitorio estaba en el tercer piso, sobre el salón de reuniones, en el lado oeste del patio y la capilla casi en dirección opuesta, en la planta baja.

Unos pocos meses antes, la Madre María Ignacia había fallecido y nos hizo mucha impresión, aparte de que dejó un vacío pues todas habíamos tenido mucho contacto con ella a través del canto y coro. Algunas más, por sus lecciones de piano. Pues el cuento es que estábamos bajando silenciosa y cuidadosamente, medio dormidas, cuando a mi amiga se le ocurrió mencionar el hecho de que la monja recién muerta pasaba sus horas muy cerca de la grada. Fue suficiente para que ambas emprendiéramos una carrera desalada por la grada, en la oscuridad que lo hacía todo más aterrador. Llegamos a la capilla sin aliento. Nunca había rezado con tanta devoción, pidiendo por mi misma y mis pecados cometidos y por cometer.

Muchísimo tiempo después en la biblioteca de la universidad donde trabajé (era una institución católica) me encontré una copia de Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. No los había recordado en años, pero ese momento comencé a leerlos ávidamente – en honor a las memorias.

Las ciencias y los experimentos

Generalmente las ciencias se enseñaban de una manera teórica, pero en cierto momento a alguien se le ocurrió en nombre del progreso establecer un pequeño laboratorio de química para que pudiéramos hacer algunos experimentos, utilizando el espacio que antes era dedicado a los pianos y la enseñanza de música.

Las cosas no iban muy mal. Me acuerdo hasta algunos términos que entonces llegaron a ser familiares aunque un tanto cómicos: probetas, tubos de ensayo, pipetas, retortas (para destilar), buretas, cristalizador, etc. La mera mención de algunas palabras nos provocaba una risa incontenible.

Nos creíamos medio alquimistas… Imagínense la posibilidad de mezclar dos substancias y mirar cómo cambiaban los colores y se producían olores extraños. Era muchísimo mejor que solo leer o que alguien nos contara sobre lo mismo. La física con sus palancas, poleas, imanes, etc., no era tan atractiva. ¡Y el miedo a las consecuencias de nuestros experimentos de principiantes, como una explosión! Para nuestros limitados conocimientos esta química era una especie de juego.

Como dije antes: todo iba bien, a pesar del riesgo inherente a estos simples trabajos. ¡Cuando pienso que nunca tuvimos gafas de protección, por ejemplo! Un buen día por un accidente (medio planeado) se produjo una mezcla sulfurosa, de un olor horrible, que se esparció por el salón de actos, unos minutos antes de cuando debía realizarse una reunión importante con la asistencia de todo el colegio. La reunión se retrasó o no tuvo lugar. Ese fue el fin de nuestra naciente carrera de científicas. ¿Se habrá perdido el mundo algún talento especial?

Lo que si aprendimos fueron los procesos de destilación y fermentación…. Pero eso es parte de otro capítulo.

El mediodía

El bus solo proporcionaba servicio 3 veces al día. Al mediodía debíamos caminar a casa, y este chance de ir por cuenta propia se convertía en la oportunidad de escapadas para muchas que querían encontrarse con sus enamorados. No nosotras, éramos tan serias, obedientes, respetuosas de las normas familiares y sociales, aplicadas al estudio (“matonas”), en fin podría seguir muy largo rato y retomar la serie de autoalabanzas donde se quedaron hace un montón de años.

Nosotras caminábamos como un grupo. Si no fuera una violación a la privacidad, les contaría con nombres quienes formaban el grupo que bajaba por la calle Bolívar, de par en par, o tres en fila, y que poco a poco se deshacía porque sus integrantes se quedaban en su casa o debían tomar una calle lateral para llegar a ella. Lo tengo tan presente que no necesito fotos para tenerlo frente a mi mente. Mientras tanto nuestros pretendientes (los que tenían autos) daban las vueltas haciéndose notar y las más atrevidas se iban con ellos. Por varios años un grupo o jorga de muchachos se reunían en la esquina de la Bolívar y Padre Aguirre para piropear a las chicas colegialas que pasaban por allí. Hoy, en estos mundos (USA), esto sería considerado acoso, pero en esos otros tiempos tenía un tinte de especial atención, y de gracia.

No había mucho tiempo que perder. Salíamos del colegio a las 11:45 y el bus nos recogía a la 1 o la 1 y media. Debíamos caminar de prisa, comer rápido, y estar listas para tomar el bus de regreso. Por varios años mi familia decidió que era mejor que yo permaneciera en el colegio como semi-interna y almorzara allí. La comida no era en realidad mala, pero yo era difícil de complacer y a duras penas lograba ingerir el alimento diario, lo suficiente para que no me faltara el ánimo durante las horas de la tarde. La buena parte del seminternado era el largo recreo que teníamos entre el fin del almuerzo y el comienzo de las clases de la tarde. Cuando al fin pude integrarme al grupo de caminantes, fue una especie de premio o conquista de libertad muy apreciada. No se si todas, pero yo me sentía dueña de m propia vida y casi con los privilegios de una persona adulta.

La caminata era aún más interesante durante la época que precedía al carnaval. Mientras más mojadas llegábamos a casa, más contentas estábamos. Era una especie de cumplido el que a una la mojaran con bombillos llenos de agua o de cualquier otra manera.