domingo, 31 de enero de 2010

La capilla

¡La capilla era tan hermosa! La podría dibujar de memoria: Atrás los reclinatorios individuales, pero juntos, grandes y cómodos para las monjas, y bastante prohibidos para el resto de la humanidad. Luego las bancas para las alumnas del colegio, las más pequeñas y jóvenes al frente en bancas más bajitas. Teníamo puestos asignados.  Las Hijas de los Sagrados Corazones se sentaban al borde central de las bancas, y en sucesión las Hijas de María y los Angeles.

Atrás y arriba estaba el coro con el órgano de fuelle. Lo usaban la Madre Ignacia y un coro, integrado generalmente por las alumnas internas que tenían tiempo extra para la práctica y cantaban con voces muy lindas. Era una zona medio vedada al resto de los mortales. Una vez, mi familia y algunos amigos norteamericanos atendimos una Misa de Media Noche y tuve oportunidad de subir y usar los reclinatorios de esta parte de la capilla; con emoción honda tuve la tentación de tocar en el órgano alguna melodía navideña pero al final ganó el respeto implantado por años en el fondo de mi mente y no me atreví. Todavía lo deploro.

Al fondo nos recibía un altar mayor grande, adornado de flores y ceras que solamente las muy privilegiadas por su comportamiento (eran casi candidatas a la santidad, o al menos a la vida religiosa) tenían el gusto de encender (yo creo que solo lo hice una vez). El comulgatorio al frente, y detrás los reclinatorios para las monjas que estaba en oración perpetua. Cada hora un par ingresaba a relevar a las orantes. Por fortuna donde se arrodillaban sí era acolchado. A un lado del comulgatorio había una urna con una imagen del Niño de Praga y al otro la imagen de la Virgen de la Paz. Al lado izquierdo el púlpito desde donde algunas veces el sacerdote se dirigía a la gente, aunque siempre era usado durante los retiros anuales.

A cada lado estaban los confesionarios, grandes, oscuros, amedrentadores. Y había que por ley usarlos con cierta regularidad. No se cuántas veces me inventé algunos pecados para poder satisfacer el requisito y que mis notas escolares no reflejaran esta transgresión. Creo que mi visión de la vida y del más allá estaba configurada por las imágenes que mucho más tarde llegué a comprender provenían directamente de la Comedia de Dante. Todo era pecado, y quiero decir t-o-d-o. El problema que solamente noté desde la altura de la madurez y de haber vivido unas décadas era que yo, cuando estudiante, era tan tonta e inocente que mis "malos pensamientos" en realidad no tenían nada de malo, pues me faltaba el conocimiento y aún más la experiencia para poder pensar en algo que merciera la calificación de tal. Pero, bueno, más sobre esto en otro sitio.

Las mañanas teníamos misa, y las tardes el rezo del Rosario, y a veces la Bendición con el Santísimo Sacramento. Y allí se daban las procesiones de Mayo y Junio, los retiros espirituales, el rezo de las Estaciones, el Viernes Santo, las semanas que preceden a la Navidad, las misas solemnes por ocasiones especiales, etc.

La realidad es que esa capilla fue testigo de nuestras más sinceros momentos de plegaria, de nuestras ilusiones de casi niñas, y de nuestros pesares de adolescentes. ¡Oh, los corazones rotos, los orgullos lastimados y las angustias del amor no correspondido! Pero también fue el refugio para los momentos de verdadero pesar, de las penas sin solución, y de los problemas reales, tangibles, dolorosos y humanos que a nadie posiblemente le faltaron, y que con nadie nos atrevimos a compartir. Puedo decir que el mayor milagro por el que recé interminablemente nunca se realizó, pero llegué a aceptar, aunque a regañadientes los accidentes del destino que no pueden cambiarse, o dicho de otra manera, la voluntad de Dios.  Los psicólogos reconocen el valor de la oración, la confesión y la meditación como soporte psíquico y moral. Con seguridad que crecimos y nos convertimos en mujeres emocionalmente fuertes. estables y serenas, y con increibles valores morales, sentido de humanidad y auténtico Cristianismo práctico entre los muros altos y las ventanas alargadas de esa capilla con olor a incienso y flores.

Todas debíamos llevar la cabeza cubierta con un velo de tul. Todos eran iguales, y eran vendidos por las monjas como parte del uniforme. Lo guardábamos en una pequeña bolsita junto con el rosario. La mía era azul oscuro, con mis iniciales bordadas en punto de cruz al frente, sobre el botón que la cerraba. Los velos añadían un toque de elegancia y respeto a la atmósfera devota de la capilla. Cuando iba a la iglesia fuera del colegio llevaba una mantilla española corta, pues el velo de tul era reservado para el colegio y su uniforme.

Cuando me tocó el momento de contraer matrimonio no tuve una duda que lo quería celebrar allí, en ese ambiente que había albergado mi niñez. Ya otras amigas (Clarita, la primera) lo habían hecho. Ese evento tan importante e inolvidable de mi vida quedó entrelazado a mis experiencias de colegiala.  Y dejé mi ramo de novia ante la Virgen que tantas veces me escuchó y me consoló en silencio.

Cuando tiempo después la Comunidad de los Sagrados Corazones había decidido financiar la construcción de un nuevo y moderno edificio con la venta de los terrenos ubicados en la parte antigua de la ciudad me sentí desconcertada y dolida. Fué como si un hito o un símbolo de mi vida  misma se destruyera.  Con esa capilla desapareció toda una época para varias generaciones de mujeres de Cuenca y otras partes del país. Fue un caso en que no estoy segura de que el fin justificó los medios.

En las fotos de los matrimonios que se celebraron allí deben haber segmentos del interior de la capilla. No se si alguien se tomó el tiempo de tomar fotos antes de que fuera desmantelada en preparación para la demolición en el año 197?.  Si alguien las tiene me encantaría verlas.

Una visita 2008

Lourdes, María Eugenia, Clarita y Anita
María Eugenia, Marilú, Clarita y Anita
Marilúy Clarita - mi casa
Marilú y Clarita

sábado, 23 de enero de 2010

Clases de francés

La Madre Stephanie, una francesa, era nuestra maestra de Catecismo en la escuela. Muy seria, estricta, de una disciplina a la antigua. ¿Se acuerdan de los exámenes de religión al fin del año? Qué lástima que no habían cámaras de video y a nadie se le venía a la mente tomar fotos de unos diseños entre teológicos y simbólicos que se hacían como una manera de representar y explicar ideas complejas durante los exámenes orales de religión a los que asistían nuestros padres.  Creo que si aprendí mucho sobre la religión, pero aún más que eso lo que me acuerdo fueron sus enseñanzas de francés.

Enseñarnos francés era una manera de premiar nuestro buen comportamiento. ¡Qué idea magnífica: convertir en premio apetecido lo que en realidad era una acitividad académica que mucha gente considera un esfuerzo! Desde luego que como yo asistí a los Sagrados Corazones solamente desde el quinto grado, estaba un poco atrasada en los conocimientos y me tomó trabajo alcanzar al resto de la clase. No sé sobre las demás, pero yo sí aprendí un montón de vocabulario que luego me sirvió cuando estudié francés en la universidad y tomé clases en la Alliance Française, y aún en la clase de Gramática Histórica en Cuenca, y otras materias similares en la Universidad de Indiana. Siempre me trajo el recuerdo de mis primeros contactos con una lengua extranjera, en una clase de catecismo,

Lo que no recuerdo es el texto de los poemas que nos hacían aprender a algunas de memoria y recitar para la madre superiora durante la repartición de las libretas de notas. Debe haber sido difícil memorizar algo que no se comprendía completamente.

Esto del francés nos distinguía de otros colegios en la ciudad. El colegio era después de todo, una fundación francesa (las monjas habían venido invitadas por el Presidente García Moreno para venir a educar a la niñez ecuatoriana), como lo atestiguaba una placa que estaba colocada sobre o al lado del portón principal de la propiedad del colegio. (¿Dónde habrá terminado esa placa?) 

La presencia francesa se notaba en la superiora, y en la Madre Martha, ecónoma del colegio, quien mantenía cuentas precisas de lo que debíamos pagar. La recuerdo como una verdadera dama, delicada, afectuosa, justa, y de maneras finas y caligrafía impecable.

Como homenaje a la madre superiora aprendimos a cantar La Marsellaise, toda en francés. No creo que la pueda olvidar. Está grabada en mi memoria. Hace varios años, en casa de una querida amiga, durante la sobremesa terminamos cantando el himno nacional de Francia con su hermana, su mamá y su tía, todas ex-alumnas de los SS CC.  Era un símbolo de una época y un lugar común a todas,  junto con las venias a la francesa y los saludos de "Bon jour, ma mère," "Bon soir, ma mère," y "Merci, ma mère."

lunes, 18 de enero de 2010

El Otorongo

Cuando pienso en el colegio no puedo dejar de pensar en el Otorongo.

Era un momento especial cuando una de las monjas nos decía que íbamos a bajar al Otorongo. Era como llegar a un oasis. Era considerado un premio salir a respirar el aire campestre, lleno de olor a eucaliptos y bajar por el sendero de piedras irregulares que nos llevaba a las vecindades del río. Aún hoy, el olor a eucalipto me imparte una sensación de bienestar y una cierta melancolía irreprimible. Son sentimientos encontrados: la melancolía por el tiempo ido, y los recuerdos sencillos y amables, inocentes y gratísimos que me traen a la mente el sabor de la vida sencilla y sin complicaciones. Ir al Otorongo era una cosa especial. Yo solo recuerdo los árboles altos, la hierba, las pencas, las advertencias de no acercarse a los peligros del río que a veces se escuchaba caudaloso. El agua golpeaba contra las piedras grandes y ese rumor era siempre sedante. Los olores del campo eran una especie de canción para los sentidos.

Me acuerdo los famosos “paseos” al Otorongo que tuvimos alguna vez. Cómo a alguien se le ocurría ir al campo en faldas anchas, plisadas, de casimir de lana y por tanto gruesas y pesadas, no me puedo ni siquiera imaginar eso hoy cuando los pantalones o “jeans” cómodos son la orden del día, especialmente para jóvenes. Definitivamente fue otro mundo.

El Otorongo era también el sitio donde nuestros amigos (traducción: “enamorados”) venían a enviar señales de humo como prueba de que estábamos en su mente. ¡Oh, la juventud y su creatividad! ¡Qué sencillos y emocionantes momentos!

¡No se imaginan cómo añoro al Otorongo, esa inmensa extensión de campo que iba prácticamente del centro de la ciudad hasta el Tomebamba!

El Setenario

Los siete días y noches entre Corpus Christi y el día del Sagrado Corazón eran el famoso Septenario o Setenario. Debo definirlo en un por si acaso alguien no familiarizado con nuestras costumbres lee estas líneas (como mis hijos, por ejemplo). Cada grupo ciudadano celebraba un día, con misa, procesión, recuerdos, etc. Mi padre fue muchas veces prioste del grupo de los “doctores.” No sé si todavía se mantiene la misma organización que era una manera de compartir los gastos y recibir donativos para la iglesia. Las festividades terminaban o culminaban el día de Corpus Cristi con la procesión y bendición con el Santísimo en la que era la Catedral Vieja.

Las armazones de los “castillos” se erigían entre el Parque Calderón y la Plazoleta del Carmen, en la esquina de mi casa, y cuando se quemaban se podían ver un poco desde un balcón nuestro. Las ventas de dulces se localizaban alrededor del parque y frente a la catedral nueva. ¡Los miles de sucres que se hacían humo entre “cuetes” (cohetes) y fuegos artificiales!

¡Qué sabrosos eran los dulces del Setenario! ¡Y tan baratos! Todo hecho a mano, nada de máquinas para estas confecciones especiales: roscas de yema, cocadas (de veras), alfajores, aplanchados, orejas, etc. Pero lo mejor eran las noches, cuando las afortunadas podían conseguir que algún dichoso dueño de una camioneta de paila las invitara a pasear alrededor del Parque Calderón. ¡Qué horas tan maravillosas dando la vuelta a unas pocas manzanas y mirando gente que estaban haciendo exactamente lo mismo! Me acuerdo una aventura que tengo entre mis recuerdos más preciados y divertidos. Creo que fue en quinto año. Nos divertimos tanto con uno de mis mejores amigos, dueño de una de las requeridas camionetas, a quien siempre le agradeceré un recuerdo tan lindo. ¡Yo era tan tonta, inocente, y sobreprotegida (pero eso es capítulo aparte…)! De todos modos, me acuerdo también que una de nuestras compañeras súbitamente se convertía en la más popular cuando se aproximaba el Setenario, y todo porque su familia tenía una camioneta de paila (y un hermano que la manejaba) y esa era una posesión tremendamente valiosa en esos momentos críticos.

Muchos años después, en una ocasión en que mis hijos, ya adultos, y yo visitábamos Cuenca eran los días (y noches) de Setenario, y mis hijos desafiaron nuestro temor a cruzar solos de noche los puentes oscuros para mirar los juegos artificiales y comprar los ponderados y ya famosos dulces de los que prácticamente se alimentaron por una semana entera.

El "fiambre"

La palabra significa en este caso el dinero que nos daban nuestros padres para que pudieramos comprar una golosina durante o después de las clases, mientras caminábamos en dirección al almuerzo de familia.

¿Cuánto nos daban de fiambre? ¿Cuánto era considerado adecuado para que nuestros gustos infantiles y luego de adolescentes se satisfacieran sin “quitarnos el hambre” para la comida casera? A mi me daban 1 sucre al día y era considerado un buen fiambre. Algunas compañeras, en broma y en serio, creeían que yo debía compartir mis sucres que a veces hasta ahorraba para hacer una compra mayor. Claro que cuando la moneda nacional se cambió y los queridos sucres se esfumaron, junto con la temida inflación, se fue en gran parte la posibilidad de comparar o dar algún sentido a los precios y capacidad adquisitiva de los años cincuenta. Me acuerdo que un sánduche de “la gorda” cerca del Cenáculo costaba un sucre. Nunca me gustó la carne y no creo que nunca comí uno.

Nuestra parada obligada era una pequeña tienda en la esquina de San Sebastián. Vendían una variedad de golosinas, creo que más que nada dulces. Me gustaban las cocadas (que no tenían en realidad mucho coco) y que venían en varios colores y sabores.

Algunas chicas, y no quiero mencionar nombres, llevaban varios bocaditos al colegio que luego quedaban almacenados en el pupitre por varios días. Es un milagro que no tuviéramos una plaga cierta de ratones.

El bus del colegio

La adquisición de un bus nuevo fue un motivo de celebración pues ya contaba nuestro colegio con un medio de transporte únicamente para sus alumnas. No otro establecimiento educativo tenía algo similar y era un orgullo contar con tan progresista y costoso sistema, una especie de símbolo de la categoría y calidad del colegio.

No todas usábamos el bus. Dependía de la distancia de las casas hasta el colegio, pero esto de la distancia era muy relativo. Yo era de las que siempre usaba el bus, pero mi casa estaba apenas a diez cuadras del colegio. Pienso en esto cuando voy a caminar por ejercicio y ando durante al menos 30 minutos sin parar, por una pista con piso de material tecnológicamente correcto para que mis piernas y rodillas que hace tiempo sobrepasaron el medio siglo no se molesten (soy un poco perezosa, debería caminar más largo).

Habían dos “viajes” o rutas. El “primer viaje” comenzaba a recoger estudiantes a las 6 de la mañana, y el “segundo” alrededor de las 6:30. Todavía ahora me despierto sin despertador a las 6 sin falta. Años de entrenamiento dejaron su mella. La una ruta cubría el lado cercano al río hasta la calle Bolívar, y la otra el sector oriental de la ciudad. Máximo llegaban hasta la altura de San Blas. Esto nos da una idea de lo pequeña que era la ciudad misma. El otro lado del río practicamente no existía, y el colegio de los Sagrados Corazones mismo estaba ya en las afueras.

Aún me acuerdo como era la ruta del “viaje” que me tocaba a mi. Cierro los ojos y nos contemplo dentro del famoso bus sentadas de dos en dos a cada lado, a veces tres. Las ventanas eran muy apetecidas, pero también lo eran los asientos del final del bus. Muchas tenían que estar de pié en la mitad – a nadie se le ocurrió preguntarse lo que sucedería en caso de una parada súbita. El bus partía por la Colombia (¿o era la Bolívar, antes que la ciudad debiera adoptar calles de una sola vía por la intensidad del tráfico?) y luego viraba en una especie de zigzag hacia la Vasquez de Noboa (hoy Córdova), seguía por la Tarqui y luego la Sucre, la General Torres, la General Córdova (hoy Calle Larga), la Padre Aguirre, la Sucre otra vez, Benigno Malo, Córdova, etc. hasta retornar al colegio por la Bolívar. Mi casa quedaba entre dos esquinas, en una cuadra no cubierta por el bus, y yo tenía que caminar unos metros, que se hacían muy largos o muy cortos, dependía de las circunstancias. Desde luego que la ruta cambiaba de tanto en tanto, pero esta es la que más me acuerdo.


miércoles, 6 de enero de 2010

Se acerca el aniversario

Muy rápido se acerca el aniversario de graduación.

Voy a dedicarme a escribir recuerdos como:

La piscina del colegio
La madre superiora y sus "rifas."
Las clases de francés
La escuela gratuita
Las comedias u horas sociales en honor de varias gentes o cosas
Los retiros
Las aulas
El patio del colegio
Las competencias de mayo
El último mayo y sus poemas


¿Hay alguien por allí que me quiere ayudar? O por menos, escriban sus comentarios. Es muy fácil.  Hay en enlace al comienzo de cada sección. Quizá me de tiempo para incluir fotos.