lunes, 18 de enero de 2010

El Setenario

Los siete días y noches entre Corpus Christi y el día del Sagrado Corazón eran el famoso Septenario o Setenario. Debo definirlo en un por si acaso alguien no familiarizado con nuestras costumbres lee estas líneas (como mis hijos, por ejemplo). Cada grupo ciudadano celebraba un día, con misa, procesión, recuerdos, etc. Mi padre fue muchas veces prioste del grupo de los “doctores.” No sé si todavía se mantiene la misma organización que era una manera de compartir los gastos y recibir donativos para la iglesia. Las festividades terminaban o culminaban el día de Corpus Cristi con la procesión y bendición con el Santísimo en la que era la Catedral Vieja.

Las armazones de los “castillos” se erigían entre el Parque Calderón y la Plazoleta del Carmen, en la esquina de mi casa, y cuando se quemaban se podían ver un poco desde un balcón nuestro. Las ventas de dulces se localizaban alrededor del parque y frente a la catedral nueva. ¡Los miles de sucres que se hacían humo entre “cuetes” (cohetes) y fuegos artificiales!

¡Qué sabrosos eran los dulces del Setenario! ¡Y tan baratos! Todo hecho a mano, nada de máquinas para estas confecciones especiales: roscas de yema, cocadas (de veras), alfajores, aplanchados, orejas, etc. Pero lo mejor eran las noches, cuando las afortunadas podían conseguir que algún dichoso dueño de una camioneta de paila las invitara a pasear alrededor del Parque Calderón. ¡Qué horas tan maravillosas dando la vuelta a unas pocas manzanas y mirando gente que estaban haciendo exactamente lo mismo! Me acuerdo una aventura que tengo entre mis recuerdos más preciados y divertidos. Creo que fue en quinto año. Nos divertimos tanto con uno de mis mejores amigos, dueño de una de las requeridas camionetas, a quien siempre le agradeceré un recuerdo tan lindo. ¡Yo era tan tonta, inocente, y sobreprotegida (pero eso es capítulo aparte…)! De todos modos, me acuerdo también que una de nuestras compañeras súbitamente se convertía en la más popular cuando se aproximaba el Setenario, y todo porque su familia tenía una camioneta de paila (y un hermano que la manejaba) y esa era una posesión tremendamente valiosa en esos momentos críticos.

Muchos años después, en una ocasión en que mis hijos, ya adultos, y yo visitábamos Cuenca eran los días (y noches) de Setenario, y mis hijos desafiaron nuestro temor a cruzar solos de noche los puentes oscuros para mirar los juegos artificiales y comprar los ponderados y ya famosos dulces de los que prácticamente se alimentaron por una semana entera.

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