lunes, 18 de enero de 2010

El Otorongo

Cuando pienso en el colegio no puedo dejar de pensar en el Otorongo.

Era un momento especial cuando una de las monjas nos decía que íbamos a bajar al Otorongo. Era como llegar a un oasis. Era considerado un premio salir a respirar el aire campestre, lleno de olor a eucaliptos y bajar por el sendero de piedras irregulares que nos llevaba a las vecindades del río. Aún hoy, el olor a eucalipto me imparte una sensación de bienestar y una cierta melancolía irreprimible. Son sentimientos encontrados: la melancolía por el tiempo ido, y los recuerdos sencillos y amables, inocentes y gratísimos que me traen a la mente el sabor de la vida sencilla y sin complicaciones. Ir al Otorongo era una cosa especial. Yo solo recuerdo los árboles altos, la hierba, las pencas, las advertencias de no acercarse a los peligros del río que a veces se escuchaba caudaloso. El agua golpeaba contra las piedras grandes y ese rumor era siempre sedante. Los olores del campo eran una especie de canción para los sentidos.

Me acuerdo los famosos “paseos” al Otorongo que tuvimos alguna vez. Cómo a alguien se le ocurría ir al campo en faldas anchas, plisadas, de casimir de lana y por tanto gruesas y pesadas, no me puedo ni siquiera imaginar eso hoy cuando los pantalones o “jeans” cómodos son la orden del día, especialmente para jóvenes. Definitivamente fue otro mundo.

El Otorongo era también el sitio donde nuestros amigos (traducción: “enamorados”) venían a enviar señales de humo como prueba de que estábamos en su mente. ¡Oh, la juventud y su creatividad! ¡Qué sencillos y emocionantes momentos!

¡No se imaginan cómo añoro al Otorongo, esa inmensa extensión de campo que iba prácticamente del centro de la ciudad hasta el Tomebamba!

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